En
1974 un descubrimiento realizado en un laboratorio de la Facultad de
Medicina y Odontología de la Universidad de Rochester reescribió el mapa
biológico del organismo: el psicólogo Robert Ader descubrió que el
sistema inmunológico, al igual que el cerebro, podía aprender. Su
conclusión causó gran impacto; el saber predominante en la medicina
había sido que solo el cerebro y el sistema nervioso central podían
responder a la experiencia cambiando su manera de comportarse.
El descubrimiento de Ader llevó a la investigación de lo que
resulta ser una infinidad de modos en que el sistema nervioso central y
el sistema inmunológico se comunican: sendas biológicas que hacen que
la mente, las emociones y el cuerpo no estén separados sino íntimamente
interrrelacionados. El sistema inmunológico es el " cerebro del
organismo" como dice el neurólogo chileno Francisco Varela, de la Ecole
Polytechnique de París, al definir la noción que el organismo tiene de
sí mismo: de lo que le pertenece y de lo que no le pertenece. Las
células del sistema inmunológico se desplazan en el torrente sanguíneo
por todo el organismo, poniendo prácticamente en contacto a todas las
otras células. Al encontrar células que reconocen las dejan en paz,
cuando encuentran células que no reconocen, atacan. El ataque nos
defiende contra los virus, las bacterias y el cáncer o, si las células
del sistema inmunológico no logran reconocer algunas de las células del
propio organismo, crean una infermedad autoinmune como la alergia o el
lupus.
Hasta el día en que Ader hizo su inesperado descubrimiento, todos los
anatomistas, todos los médicos y todos los biólogos creían que el
cerebro otra (con las extensiones que posee en todo el cuerpo gracias
al sistema nervioso central) y el sistema inmunológico eran entidades
separadas, y que ninguna de ellas era capaz de influir en el
funcionamiento de la. Desde entonces el modesto descubrimiento de Ader
ha obligado a echar una nueva mirada a los vínculos que existen entre
el sistema inmunológico y el sistema nervioso central. El campo que
estudia esto, la psiconeuroinmunología, o PNI, es en la actualidad un
pionero en la ciencia médica. Su nombre mismo reconoce las relaciones:
psico, o " mente"; neuro, que se refiere al sistema neuroendocrino (
que incluye el sistema nervioso y los sistemas hormonales); e
inmunología, que se refiere al sistema inmunológico. Una red de
investigadores está descubriendo que los mensajeros químicos que operan
más ampliamente en el cerebro y en el sistema inmunológico son
aquellos que son más densos en las zonas nerviosas que regulan la
emoción. Algunas de las pruebas más patentes de una vía física directa
que permite que las emociones afecten el sistema inmunológico son las
que ha aportado David Felten, un colega de Ader. Felten comenzó notando
que las emociones ejercen un efecto poderoso en el sistema nervioso
autónomo, que regula todo, desde cuánta insulina se segrega, hasta los
niveles de presión sanguínea. Felten, trabajando con su esposa Suzanne y
otros colegas, detectó un punto de reunión en donde el sistema
nervioso autónomo se comunica directamente con los linfocitos y los
macrófagos, células del sistema inmunológico. En estudios realizados
con microscopio electrónico se descubrieron contactos semejantes a
sinapsis en los que las terminales nerviosas del sistema autónomo tienen
terminaciones que se apoyan directamente en estas células
inmunológicas; en efecto éstas envían y reciben señales.
El descubrimiento es revolucionario. Nadie había imaginado que las
células inmunológicas podían ser blanco de los mensajes enviados desde
los nervios. Para probar lo importante que eran estas terminaciones
nerviosas en el funcionamiento del sistema inmunológico, Felten fue un
paso más allá. En experimentos con animales eliminó algunos nervios de
los ganglios linfáticos y del bazo- donde se almacenan o se elaboran
las células inmunológicas- y luego utilizó los virus para desafiar al
sistema inmunológico. El resultado fue una marcada disminución de la
respuesta inmunológica al virus. Su conclusión es que sin esas
terminaciones nerviosas el sistema inmunológico sencillamente no
responde como debería al desafío de las bacterias o los virus
invasores. En resumen el sistema nervioso no solo se conecta con el
sistema inmunológico, sino que es esencial para la función inmunológica
adecuada. Otra vía clave que relaciona las emociones y el sistema
inmunológico es la influencia de las hormonas que se liberan con el
estrés. Las catecolaminas ( epinefrina y norepinefrina, también
conocidas como adernalina y noradrenalina), el cortisol y la prolatina, y
los opiáceos naturales beta- endorfina y encefalina, se liberan
durante el aumento del estrés. Cada una ejerce un poderoso impacto en
las células inmunológicas. Mientras las relaciones son complejas, la
principal influencia es que mientras estas hormonas aumentan en todo el
organismo, la función de las células inmunológicas se ve
obstaculizada: el estrés anula la resistencia inmunológica, al menos de
una forma pasajera, supuestamente en una conservación de energía que
da prioridad a la emergencia más inmediata, que es una mayor presión
para la supervivencia. Pero si el estrés es constante e intenso esta
anulación puede volverse duradera.
Los microbiólogos y otros científicos, descubren cada vez más
conexiones entre el cerebro y los sitemas cardiovascular e
inmunológico, aunque primero tuvieron que aceptar la noción en otros
tiempos radical de que existen. EMOCIONES NEGATIVAS: Los datos clínicos
A pesar de estas pruebas, muchos médicos, o la mayoría de ellos,
siguen siendo escépticos en cuanto a que las emociones tengan alguna
importancia clínica. Uno de los motivos es que aunque muchos estudios
han descubierto que las emociones negativas y el estrés debilitan la
eficacia de las diversas células inmunológicas, no siempre queda claro
que el alcance de estos cambios es lo suficientemente amplio para tener
importancia médica. Aún así, cada vez son más los médicos que reconocen
el lugar que las emociones tienen en la medicina. Por ejemplo, el Dr.
Camran Nezhat, eminente ginecólogo laparoscópico de la Universidad de
Stanford dice: " Si alguien que debe someterse a una operación me dice
que ese día siente pánico y no quiere pasar por ella, cancelo la
intervención". Y explica: " cualquier cirujano sabe que las personas
que están muy asustadas tienen problemas durante la operación. Sufren
hemorragias abundantes y más infecciones y complicaciones. Tardan más
tiempo en recuperarse. Es mucho mejor si están serenas" La razón es
evidente: el pánico y la ansiedad elevan la presión sanguínea y las
venas dilatadas por la presión sangran más abundantemente cuando el
cirujano practica la incisión con el bisturí. La hemorragia excesiva es
una de las complicaciones quirúrgicas más molestas y a veces puede
provocar la muerte. Más allá de estas anécdotas médicas, las pruebas de
la importancia clínica de las emociones han ido aumentando
incesantemente. Tal vez los datos más evidentes de la importancia
médica de la emoción surgen de un análisis que combina resultados de 101
estudios en uno solo más amplio de varios miles de hombre y mujeres.
El informe confirma que las emociones perturbadoras son malas para la
salud, hasta cierto punto. Se descubrió que las personas que
experimentaban ansiedad crónica, prologados períodos de tristeza y
pesimismo, tensión continua u hostilidad incesante, cinismo o
suspicacia implacables, tenían el doble riesgo de contraer una
enfermedad, incluidas asma, artritis, dolores de cabeza, úlceras
pépticas y problemas cardíacos (cada una de ellas representativa de
categorías amplias de enfermedad). Esta magnitud hace que las emociones
perturbadoras sean un factor de riesgo tan dañino como lo son, por
ejemplo, el hábito de fumar o el colesterol elevado para los problemas
cardíacos; en otras palabras, una importante amenaza a la salud. Por
supuesto, este es un vínculo estadístico de carácter general y en modo
alguno indica que todos aquellos que tengan estos sentimientos crónicos
sean presas más fáciles de la enfermedad. Pero hay muchas más pruebas
del papel importante de la emoción en la enfermedad que las que brinda
este estudio de estudios. Si hacemos un análisis más detallado de los
datos acerca de emociones específicas, sobre todo de las tres más
importantes- la ira, la ansiedad y la depresión- quedan más claras
algunas formas específicas en que los sentimientos tienen importancia
médica, aunque los mecanismos biológicos mediante los que estas
emociones ejercen su efecto aún deben ser comprendidos. CUANDO LA IRA
ES SUICIDA Un ejemplo: Hace un tiempo atrás, dijo el hombre, un golpe
en el costado de su coche hizo que el viaje resultara inútil y
frustante. Después de infinidad de trámites con la compañía de seguros y
de recorrer talleres mecánicos que lo único que hacían era seguir
estropeándolo, él aún debía 800 dólares. Y ni siquiera era culpa suya.
Estaba tan harto que cada vez que subía al coche se sentía abrumado por
el disgusto.
Finalmente, frustrado, lo vendió. Años más tarde, los recuerdos aún
hacen que el hombre quede pálido a causa de la furia. Este amargo
recuerdo fue provocado deliberadamente, como parte de un estudio sobre
la ira llevado a cabo con pacientes cardíacos en la Facultad de
Medicina de la Universidad de Stanford. Todos los pacientes que
participaban en el estudio habían sufrido al menos un ataque cardíaco-
igual que este hombre resentido- y la pregunta era si la ira podía
tener algún impacto significativo en su función cardíaca. El efecto
resultó sorprendente: mientras los pacientes recordaban episodios que
los hacía sentirse furiosos, la eficacia de los bombeos de su corazón
descendía en un cinco por ciento. Algunos de los pacientes revelaron
una disminución del siete por ciento o más en la eficacia del bombeo:
una escala que los cardiólogos consideran señal de isquemia
miocáridica, un peligroso descenso del flujo sanguíneo al corazón
mismo. La disminución de la eficacia del bombeo no se observó con otros
sentimientos perturbadores como la ansiedad, ni durante el esfuerzo
físico, la ira parece ser la emoción que más daño causa al corazón. Al
recordar el incidente perturbador, los pacientes dijeron que estaban
solo la mitad de enfurecidos de lo que habían estado mientras aquel
sucedía, con lo que sugerían que su corazón se habría visto aún más
obstaculizado durante un momento de ira real. Este descubrimiento forma
parte de una red más amplia de pruebas que surge de diversos estudios
que señalan el poder de la ira para dañar el corazón. No ha prosperado
la idea antigua de que una personalidad de Tipo A, apresurada y de alta
presión tiene más riesgo de sufrir una enfermedad cardíaca, pero de
esta teoría fracasada ha surgido un nuevo descubrimiento: es la
hostilidad lo que pone en situación de riesgo a la gente.
Gran parte de los datos sobre la hostilidad ha surgido de la
investigación llagada a cabo por el Dr. Redford Williams de la Duke
University. Por ejemplo, William descubrió que esos médicos que habían
obtenido los puntajes más elevados en un test de hostilidad cuando
todavía se encontraban en la facultad de medicina tenía siete veces más
probabilidades de haber muerto a los cincuenta años que aquellos que
tenían bajo puntaje: la tendencia a la ira era un pronosticador más
certero de jóvenes agonizantes que otros factores de riesgo tales como
el hábito de fumar, la presión sanguínea elevada o el alto nivel de
colesterol. Y los descubrimientos hechos por un colega, el Dr. John
Barefoot de la Universidad de Carolina del Norte, mostraron que en los
pacientes cardíacos sometidos a la angiografía, en los que se insertaba
un tubo en la arteria coronaria para medir las lesiones, el puntaje de
un test de hostilidad está relacionado con el alcance y la gravedad de
la enfermedad de la arteria coronaria. Por supuesto, nadie está
diciendo que la ira por si sola provoque una enfermedad en la arteria
coronaria; solo es uno de varios factores interactivos. Como me explicó
Peter Kaufman, jefe en funciones de la Behavioral Medicine Branch del
National Heart, Lung, and Blood Institute: "Aún no podemos decidir si
la ira y la hostilidad juegan un papel causal en el desarrollo temprano
de la enfermedad de la arteria coronaria, o si esta intensifica el
problema una vez que la enfermedad cardíaca ha comenzado, o si ocurren
ambas cosas. Pero tomemos el caso de un joven de veinte años que se
enfurece repetidas veces. Cada episodio de ira añade una tensión
adicional al corazón aumentando su ritmo cardíaco y su presión
sanguínea.
Cuando eso se repite una y otra vez, puede causar un daño", sobre
todo debido a que la turbulencia con que la sangre fluye a través de la
arteria coronaria con cada latido " puede provocar
microdesgarramientos en los vasos, donde se desarrolla la placa
(elementos que se pegan en las paredes internas de las arterias
estrechando cada vez más dicho conducto). Si su ritmo cardíaco es más
rápido y su presión sanguínea más elevada porque usted está furioso
habitualmente, superados los treinta años eso puede conducir a una
formación más rápida de placa y así producirse la enfermedad de la
arteria coronaria. Una vez que se desarrolla la enfermedad cardíaca,
los mecanismos disparados por la ira afectan la eficacia misma del
corazón como bomba, tal como se demostró en el estudio de los recuerdos
airados de los pacientes cardíacos.
La consecuencia es que la ira resulta especialmente letal en aquellos
que ya padecen la enfermedad cardíaca. Por ejemplo, un estudio de la
Facultad de Medicina de Stanford llevado a cabo con 1.012 hombres y
mujeres que habían sufrido el primer ataque cardíaco y de quienes se
hizo un seguimiento durante ocho años, demostró que los hombres que
eran más agresivos y hostiles al principio padecían el más elevado
índice de segundos ataques cardíacos. Hubo resultados similares en un
estudio de la Facultad de Medicina de Yale realizado con 929 personas
que habían sobrevivido al ataque cardíaco y de quienes se hizo un
seguimiento durante diez años. Aquellos que fueron catalogados como
personas que se enfurecen fácilmente tenían tres veces más
probabilidades de morir por paro cardíaco que aquellos que tenían un
temperamento más sereno. Si también tenían elevados niveles de
colesterol, el riesgo añadido por la ira era cinco veces más alto. Los
investigadores de Yale señalaron que puede no ser la ira sola la que
aumente el riesgo de muerte por enfermedad cardíaca, sino más bien la
intensa emocionalidad negativa de cualquier clase que envía regularmente
a todo el organismo ataques hormonales causados por el estrés.
Pero en general los vínculos científicos más fuertes entre emociones y
enfermedad cardíaca son los que existen con la ira: un estudio de la
Facultad de Medicina de Harvard pidió a más de mil quinientos hombres y
mujeres que habían sufrido un ataque cardíaco que descubrieran su
estado emocional en las horas anteriores al mismo. El hecho de estar
furiosos duplicó con creces el riesgo de paro cardíaco en personas que
ya sufrían enfermedad cardíaca: el riesgo elevado se prolongaba durante
una o dos horas después de provocada la ira. Estos descubrimientos no
significan que se debería intentar suprimir la ira cuando esta es
adecuada. En efecto, existen pruebas de que tratar se suprimir
completamente tales sentimientos en el calor del momento hace que
aumente la agitación del cuerpo y que pueda aumentar la presión
sanguínea. Por otra parte, el efecto de ventilar la ira en cada ocasión
sencillamente es alimentarla, convirtiéndola en una respuesta más
probable a cualquier situación fastidiosa. Williams resuelve esta
paradoja al llegar a la conclusión de que el hecho de que la ira se
exprese o no resulta menos importante que el hecho de saber si es
crónica o no. Una muestra ocasional de hostilidad no es peligrosa para
la salud; el problema surge cuando la hostilidad se vuelve tan
constante que define un estilo personal antagonista, un estilo marcado
por repetidos sentimientos de desconfianza y cinismo y por la tendencia
a los comentarios desdeñosos y a los desprecios, así como a arranques
temperamentales y ataques de ira más evidentes. La noticia
esperanzadora es que la ira crónica no es necesariamente una sentencia
de muerte: la hostilidad es un hábito que puede modificarse. Un grupo
de pacientes cardíacos de la Facultad de Medicina de la Universidad de
Stanford participó en un programa destinado a ayudarlos a suavizar las
actitudes que les provocaban mal humor.
Este entrenamiento de control de la ira dio como resultado un 44%
menos del índice de un segundo ataque cardíaco que en aquellos que no
habían intentado cambiar su hostilidad. Un programa diseñado por
Williams había tenido resultados igualmente beneficiosos. Al igual que
el programa de Stanford, este enseñaba los elementos básicos de la
inteligencia emocional, sobre todo el tener conciencia de la ira cuando
esta empieza a producirse, la habilidad para regularla una vez que ha
comenzado. Se pide a los pacientes que tomen nota de las ideas cínicas u
hostiles a medida que reparan en ellas. Si estos pensamientos
persisten, intentan cortarlos diciendo (o pensando) "Basta!". Y se los
estimula a reemplazar expresamente los pensamientos cínicos o recelosos
por otros razonables durante estas situaciones: por ejemplo, si un
ascensor se retrasa, deben buscar una razón positiva en vez de acumular
ira contra alguna persona supuestamente desconsiderada que puede ser
el responsable de la demora. En el caso de encuentros frustantes,
aprenden a ver las cosas desde la perspectiva de la otra persona: la
empatía es un bálsamo para la ira.(algo así como tratar de ver desde el
punto de vista de el otro. La empatía es lo contrario la antipatía).
Como dijo Williams: "El antídoto para la hostilidad es desarrollar un
corazón más confiado y sereno. Lo único que hace falta es la motivación
adecuada. Cuando la gente se da cuenta de que su hostilidad puede
llevarla prematuramente a la tumba, está dispuesta a intentarlo".
Estrés: la ansiedad desproporcionada y fuera de lugar. Un ejemplo: Me
siento constantemente ansiosa y tensa. Todo empezó en la escuela
secundaria. Yo era una buena alumna y siempre estaba preocupada por mis
notas, por si los otros chicos y los maestros me querían, por llegar
puntual a las clases, y cosas por el estilo.
Recibía una enorme presión de mis padres para que me desempeñara bien
en la escuela y fuera un modelo. Supongo que me derrumbé ante toda esa
presión, porque mis problemas estomacales empezaron en mi segundo año
de la escuela secundaria. Desde entonces tengo que cuidarme con el café
y con las comidas condimentadas. Cuando estoy preocupada o tensa
siento que el estómago me va a estallar y como siempre estoy preocupada
por algo, siempre tengo náuseas. La ansiedad- la perturbación
provocada por las presiones de la vida- es tal vez la emoción con mayor
peso como prueba científica al relacionarla con el inicio de la
enfermedad y el curso de la recuperación. Cuando la ansiedad nos ayuda a
prepararnos para enfrentarnos a algún peligro (una supuesta utilidad
en evolución), nos ha prestado un buen servicio. Pero en la vida
moderna, es más frecuente que la ansiedad sea desproporcionada y esté
fuera de lugar; la perturbación se produce ante situaciones con las que
debemos vivir o que son evocadas por la mente, no por los peligros
reales que debemos enfrentar. Los ataques de ansiedad repetidos señalan
niveles de estrés elevados. La mujer cuya preocupación constante le
provoca un problema gastrointestinal es un ejemplo típico de cómo la
ansiedad y el estrés agudizan los problemas médicos. En un estudio
aparecido en 1993 en Archives of Internal Medicine donde hace un
profundo análisis del vehículo estrés- enfermedad, Bruce Mc Ewen-
psicólogo de Yale- señaló una amplia gama de efectos: la alteración de
la función inmunológica hasta el punto de que puede aumentar la
vulnerabilidad a las infecciones virales; el exacerbar la formación de
placa que conduce a la arterioesclerosis y la coagulación sanguínea que
provoca el infarto de micardio; la aceleración del inicio de la
diabetes de Tipo I y el curso de la diabetes del Tipo II, y el
empeoramiento y desencadenamiento de los ataques de asma. El estrés
también puede provocar la ulceración del aparato gastrointestinal,
ocasionando síntomas de la colitis ulcerosa y de la inflamación
intestinal. El cerebro mismo es susceptible a los efectos a largo plazo
del estrés prolongado, incluido el daño al hipocampo en el cerebro y
por lo tanto a la memoria. En general, dice McEwen "cada vez existen
más pruebas de que el sistema nervioso está sujeto a un "
desgarramiento" como resultado de las experiencias que provocan
estrés". Pruebas especialmente claras del impacto médico de la
aflicción han surgido de estudios sobre enfermedades infecciosas tales
como resfríos, gripes y herpes. Estamos constantemente expuestos a esos
virus, pero normalmente nuestro sistema inmunológico los combate, sin
embargo, con el estrés emocional esas defensas fallan a menudo. En
experimentos en los que la resistencia del sistema inmunológico ha sido
evaluada directamente, se ha descubierto que el estrés y la ansiedad
se debilitan, pero en la mayoría de esos resultados no está claro si el
alcance del debilitamiento inmunológico tiene importancia clínica, es
decir si es suficiente para abrir camino a la enfermedad. Por ese
motivo las relaciones científicas más fuertes del estrés y la ansiedad
con la vulnerabilidad médica surgen de estudios a futuro: aquellos que
empiezan con personas sanas y primero controlan un aumento de la
aflicción seguida por un debilitamiento del sistema inmunológico y el
inicio de la enfermedad. En uno de los estudios más decisivos desde el
punto de vista científico, Sheldon Cohen, psicólogo de la Carnegie-
Mellon University, que trabajó con científicos en una unidad
especializada de investigación sobre el resfrío, en Sheffield,
Inglaterra, evaluó cuidadosamente la cantidad de estrés que esas
personas sentían en su vida, y luego los expuso sistemáticamente a un
virus del resfrío. No todas las personas expuestas de esa forma contraen
el resfrío; un sistema inmunológico robusto puede- y lo logra
constantemente- resistir el virus del resfrío. Cohen descubrió que
cuanto más estrés había en sus vidas, más probabilidades tenían de
contraer un resfrío. Entre aquellos que tenían poco estrés, el 27%
contrajo un resfrío después de quedar expuesto al virus; entre aquellos
que más estrés padecían, contrajo un resfrío un 47%, prueba evidente
de que el estrés en si mismo debilita el sistema inmunológico. (Aunque
este puede ser uno de esos resultados científicos que confirman lo que
todo el mundo ha observado o supuesto todo el tiempo, está considerado
como uno de los resultados decisivos debido a su rigor científico). Del
mismo modo, las parejas casadas que durante tres meses llevaron listas
diarias de peleas y episodios perturbadores como peleas matrimoniales
mostraron una pauta marcada: tres o cuatro días después de una serie
especialmente intensa de preocupaciones, cayeron enfermos de un resfrío
o de una afección al aparato respiratorio superior. Este período es
precisamente el tiempo de incubación de muchos virus comunes del
resfrío, lo que sugiere que estar expuestos mientras tenían las mayores
preocupaciones y trastornos los hizo especialmente vulnerables. La
misma pauta estrés- infección sirve para el virus del herpes: tanto el
tipo que provoca llagas en el labio como el tipo que origina lesiones
genitales. Cuando la gente ha quedado expuesta al virus del herpes,
este permanece latente en el organismo y se manifiesta de vez en
cuando. La actividad del virus del herpes puede ser rastreado por los
niveles de anticuerpos del mismo que hay en la sangre. Utilizando esta
medición, la reactivación del virus del herpes se ha encontrado en
estudiantes de medicina que se encuentran rindiendo examen de fin de
año, en mujeres recién separadas, y entre personas que se encuentran
sometidas a una presión constante debido al cuidado de un miembro de la
familia que padece el mal de Alzheimer. El precio de la ansiedad no
sólo es que disminuye la respuesta inmunológica; otra investigación
está demostrando efectos adversos en el sistema cardiovascular.
Mientras la hostilidad crónica y los episodios repetidos de ira parecen
poner a los hombres en un gran riesgo de enfermedad cardíaca, las
emociones más mortales en las mujeres pueden ser la ansiedad y el
temor.
En una investigación de la Facultad de Medicina de la Universidad de
Stanford con mas de mil hombres y mujeres que habían sufrido un primer
ataque cardíaco, las mujeres que sufrieron un segundo ataque
presentaban elevados niveles de temor y ansiedad. En muchos casos, el
temor adoptó la forma de fobias paralizantes: después de su primer
ataque cardíaco, los pacientes dejaron de manejar vehículos,
abandonaron el trabajo y evitaron las salidas. Los insidiosos efectos
físicos del estrés mental y la ansiedad- del tipo de los producidos por
los trabajos que suponen una presión elevada, o por una vida sometida a
presiones elevadas como la de una madre soltera que hace malabarismos
con los cuidados del hijo y el trabajo- son localizados en un nivel
anatómicamente sutil. Por ejemplo, Stephen Manuck, psicólogo de la
Universidad de Pittsburg, estudió a treinta voluntarios durante una
rigurosa prueba de laboratorio en la que los sometió a un alto nivel de
ansiedad mientras controlaba la sangre de los hombres probando una
sustancia segregada por las plaquetas sanguíneas, llamada trifosfato
adenosina (TFA) que puede provocar cambios en los vasos sanguíneos que
podrían conducir a ataques cardíacos y de apoplejía. Mientras los
voluntarios se encontraban bajo ese intenso estrés, su nivel de TFA se
elevó bruscamente, lo mismo que su ritmo cardíaco y su presión
sanguínea. Como es comprensible los riesgos de salud parecen mayores
para aquellos cuyos trabajos suponen una " tensión" elevada: tener
exigencias de una gran presión en el desempeño mientras se tiene poco o
ningún control acerca de cómo hacer el trabajo ( una situación que,
por ejemplo, provoca un alto índice de hipertensión en los conductores
del transporte colectivo de pasajeros). Por ejemplo, en un estudio de
569 pacientes de cáncer de colon y recto y un grupo de control,
aquellos que decían que en los diez años anteriores habían experimentado
serias exasperaciones en el trabajo tenían cinco veces y media más
probabilidades de haber desarrollado el cáncer comparados con aquellos
que no sufrían ese tipo de tensión. Debido a que el costo médico de la
aflicción es tan alto, las técnicas de relajación- que se oponen
directamente a la excitación fisiológica del estrés- se utilizan
cínicamente para aliviar los síntomas de una amplia variedad de
enfermedades crónicas. Estas incluyen la enfermedad cardiovascular,
algunos tipos de diabetes, artritis, asma, alteraciones
gastrointestinales y dolor crónico, por nombrar sólo algunos.
En la medida en que cualquier síntoma se ve empeorado por el estrés y
la perturbación emocional, ayudar a los pacientes a sentirse más
relajados y capaces de manejar sus turbulentos sentimientos a menudo
puede ofrecer cierto alivio. Los costos médicos de la depresión Un
ejemplo: A ella se le había diagnosticado un cáncer de mama con
metástasis, una recidiva y una propagación de la malignidad varios años
después de lo que ella pensó que había sido una operación que había
acabado con la enfermedad. Su médico ya no podía hablar de cura y la
quimioterapia, como máximo, podía ofrecerle sólo unos meses más de
vida. Como era comprensible, estaba deprimida, tanto que cada vez que
iba al oncólogo acababa llorando. En cada ocasión, la respuesta del
oncólogo era la misma: pedirle que abandonara el consultorio de
inmediato. Aparte de los dañina que resultaba la frialdad del oncólogo ¿
tenía importancia en el aspecto médico que él no pudiera enfrentarse a
la constante tristeza de su paciente? Cuando una enfermedad se ha
vuelto tan virulenta es improbable que una emoción tenga un efecto
apreciable en su avance. Mientras la depresión de la mujer seguramente
disminuyó la calidad de sus últimos meses de vida, aún no hay pruebas
concluyentes de que la melancolía pueda afectar el curso del cáncer.
Pero si dejamos de lado el cáncer, un rápido vistazo a los estudios
permite inferir el papel que juega la depresión en muchas otras
circunstancias médicas, sobre todo en el empeoramiento de una
enfermedad una vez que ha comenzado. Los estudios muestran que sería
conveniente tratar la depresión de los pacientes que sufren
enfermedades graves y que están deprimidos. Una complicación al tratar
la depresión de los pacientes es que los síntomas de aquella, incluida
la falta de apetito y el letargo, son fácilmente confundibles con los
de otras enfermedades, sobre todo por médicos que tienen poco
entrenamiento en el diagnóstico psiquiátrico. La incapacidad para
diagnosticar la depresión puede en si misma sumarse al problema, dado
que supone que la depresión de un paciente- como la de la llorosa
paciente de cáncer de mama- pasa inadvertida y no es tratada. Y el
fracaso en diagnosticarla y tratarla puede sumarse al riego de muerte en
la enfermedad grave. Por ejemplo, de 100 pacientes que recibieron
transplantes de médula, 12 de los 13 que se habían sentido deprimidos
murieron durante el primer año de transplante, mientras 34 de los
restantes 87 seguían vivos dos años más tarde. Y en pacientes con fallo
renal crónico que estaban recibiendo diálisis, aquellos a los que se
les diagnosticó depresión grave tenían más posibilidades de morir
dentro de los dos años posteriores; la depresión fue un pronosticador
más decisivo de muerte que ninguna otra señal médica. Aquí la ruta que
conecta la emoción con el nivel médico no era biológica sino referida a
la actitud: los pacientes deprimidos eran mucho más incumplidores de
su régimen médico, por ejemplo, no respetaban dietas, lo cual los
colocaba en un mayor riesgo. La enfermedad cardíaca también parece
exacerbarse por la depresión. En un estudio de 2832 hombres y mujeres
de edad mediana a los que se controló durante doce años, los que tenían
una sensación de quejosa desesperación e impotencia presentaban un
índice elevado por enfermedad cardíaca. Y para el tres por ciento,
aproximadamente, que estaba muy deprimido, el índice de muerte por
enfermedad cardíaca- comparado con el índice de aquellos que no tenía
sentimientos de depresión- eran cuatro veces mayor. La depresión parece
plantear un riesgo médico especialmente grave para los sobrevivientes
del ataque cardíaco. En un estudio de pacientes de un hospital de
Montreal que fueron dados de alta después de ser tratados por un primer
ataque cardíaco, los pacientes deprimidos tenían un riesgo claramente
más alto de morir en el plazo de los seis meses siguientes.
En uno de cada ocho pacientes que se sentían gravemente deprimidos,
el índice de mortalidad era cinco veces más elevado que en otros con
una enfermedad comparable: un efecto tan marcado como el de riesgos
médicos importantes de muerte cardíaco, tal como la disfunción
ventricular izquierda o una historia de anteriores ataques cardíacos.
Entre los mecanismos posibles que explicarían por qué la depresión
aumenta tan notoriamente las posibilidades de un posterior ataque
cardíaco se encuentran sus efectos sobre la variabilidad del ritmo
cardíaco, aumentando el riesgo de arritmias fatales. También se ha
descubierto que la depresión complica la recuperación de una fractura
de cadera. En un estudio en el que participaron ancianas aquejadas de
fractura de cadera, varios miles fueron evaluadas psiquiátricamente al
ingresar al hospital. Las que estaban deprimidas al llegar se quedaron
un promedio de ocho días más que aquellas que tenían una lesión
comparable pero no estaban deprimidas y tenían solo un tercio de
posibilidades de volver a caminar. Pero las mujeres deprimidas que
recibieron ayuda psiquiátrica para su depresión, junto con otros
cuidados médicos necesitaron menos terapia física para volver a caminar
y fueron rehospitalizadas en menos ocasiones en los tres meses
posteriores a su regreso a casa. Asimismo, en un estudio de pacientes
cuyo estado era tan grave que se encontraban entre el 10% de aquellos
que utilizan más servicios médicos- a menudo porque tienen enfermedades
múltiples, por ejemplo, enfermedad cardíaca y también diabetes-
aproximadamente uno de cada seis tenían depresión grave. Cuando estos
pacientes fueron tratados por su problema, el número de días por año
que estuvieron imposibilitados descendió de 79 a 51 en el caso de los
que tenían depresión grave y de 62 días por año a sólo 18 en aquellos
que habían sido tratados por depresión leve
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